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No somos perfectos (ni falta que hace). Los superhombres y las supermujeres no existen. Suena obvio, ¿verdad? Pues si a nosotros como adultos dotados de una presunta madurez nos cuesta asumirlo, imaginemos lo que se cuece en la mente de un niño cuando sale de ese cálido nido familiar que le cobija para enfrentarse a la ‘minijungla’ del patio del colegio.

Mamá y papá no estamos allí para animarla cuando chuta a puerta y el balón sale por el ‘corner’ ante la atenta mirada del malote de quinto que la recuerda a gritos «lo paquete que eres». No, la abuela no le va consolar contándole que papa estaba igual de rellenito cuando era pequeño pero que, comiendo bien y haciendo deporte, se puso hecho un toro. Tampoco van a estar allí cuando vuelva a fallar en ese ejercicio de matemáticas ante las risas del grupito de ‘populares’.

Entonces, pullita a pullita, un mal día, la niña, que se pasaba el día con el balón pegado a los pies, ya no quiere jugar al fútbol y el niño piensa que no sirve para estudiar. ¿Cómo recuperamos la autoestima de nuestros hijos sin caer en la sobreprotección? Alba María García Rasero y Rosa María Portero Ruiz, psicólogas Sanitarias de Center Psicología Clínica (Madrid) nos ayudan a emprender este complicado camino.

¿Qué es realmente la autoestima?
La autoestima es la visión que cada uno tiene de sí mismo respecto a las diferentes capacidades, características y recursos personales. Abarca todos los aspectos propios de la persona, desde los más manifiestos, externos y observables, hasta los más internos e íntimos. Por otro lado, la autoestima se ve afectada por la manera en la que interactuamos con nuestro entorno. De hecho, el contexto en el que crecemos es el primer factor que influye en el desarrollo de la visión de uno mismo. Se influenciada por factores internos (nuestros pensamientos, ideas y creencias) y factores externos (cultura, educación y valores).
¿A qué edad y por qué empiezan a ‘dejar de quererse’ los niños?
A pesar de no existir una edad concreta en la que ‘los niños dejen de quererse’, a medida que cumplen años se ven expuestos a más contextos en los que serán evaluados por los demás y por sí mismos, y esto sí puede afectar a la autoestima. En la infancia, el contexto de los niños generalmente se reduce al familiar, o al escolar en caso de que vayan a la guardería. De esta manera, los más pequeños se perciben en función de su nombre, edad, aspecto físico, etc. Es decir, se valoran en función de aspectos muy concretos en contextos muy reducidos. A medida que crecen, se exponen a más escenarios diferentes y se relacionan con más personas. Ahora ya no solo nos encontramos con la interacción familiar, sino que también están los profesores o la familia de los otros niños.
Además, el contexto escolar empieza a ser más complejo, ya que se empiezan a mandar los primeros deberes para casa, se llevan a cabo los primeros exámenes, etc. Esto se traduce en que el menor cada vez va viendo cómo se desenvuelve en diferentes facetas, y cómo los demás evalúan su rendimiento y lo comparan con sus iguales. Es entonces cuando empieza a describirse en función de aspectos más abstractos, como los rasgos de personalidad. Por otro lado, también tenemos que aludir a los vínculos que los niños establecen con sus figuras de apego. El vínculo seguro es aquel en el que las figuras de apego, normalmente los padres, están presentes tanto físicamente como emocionalmente cuando el niño recurre a ellos ante situaciones difíciles. Hay que analizar si los padres están presentes cuando el niño empieza la escolarización y aparecen las primeras situaciones de crisis «serias» para el menor.
En conclusión, podemos decir que no existe una edad concreta en la que la autoestima se vea perjudicada, sino que a medida que el menor avanza en edad, van apareciendo factores que influyen en ésta. No obstante, el inicio de la escolarización y el hecho de pasar menos tiempo con los padres puede constituir un punto de inflexión si no existe un vínculo seguro.
¿Qué hace más daño: la opinión que tienen de sí mismos, la de otros niños o la de los padres?
En primer lugar, la autoestima empieza a forjarse desde nuestra infancia. Por este motivo, los mensajes que recibimos de nuestros padres sellan la imagen que, en un futuro, tengamos sobre nosotros mismos. La autoestima que constituyamos de adultos va a depender en gran medida del vínculo que tengamos con nuestros padres. Un apego seguro genera seguridad y autonomía en nuestros hijos. De este modo, resulta fundamental que los padres reconozcan, entiendan y perdonen las imperfecciones de sus hijos puesto que, también son seres humanos como los adultos.
No obstante, la autoestima y el autoconcepto van evolucionando a lo largo de nuestra vida, ya sea por experiencias vividas, circunstancias o por el contexto que nos rodea. Por ello, los adolescentes tienen como referencia su grupo de iguales para seguir formando su autoestima y su autoconcepto. Evidentemente, sus familiares van a seguir siendo importantes para la evolución de la autoestima, pero van a quedar en un segundo plano.
En un principio, todos necesitamos recibir un ‘feedback’ externo de nuestra conducta y cualidades (esto es esencial en las primeras etapas de la vida, siendo los padres los encargados). La familia primero, y el entorno de iguales, después, son los factores que van dando forma a la autoestima del niño. Posteriormente, es el niño quien debe darse un feedback objetivo a sí mismo. La opinión de los demás (padres y entorno) no nos hace tanto daño si hemos desarrollado una buena autoestima.
El peor juez es siempre uno mismo, ya que la pobre autoestima prevalece ante la opinión positiva de los demás.
¿Qué podemos hacer los padres y cómo debemos trabajar con los profesores?
A grandes rasgos, algunas de las características que ayudan a promover una autoestima positiva en los niños/as son la aceptación, el apoyo incondicional y la comunicación familiar. ¿Qué deberían hacer los padres?
1. No utilizar etiquetas para definirlos («eres un desastre», «eres torpe»), puesto que esto puede llevar a que el niño/a se perciba en función de esa etiqueta y se comporte de acuerdo a la misma.
2. Fomentar un clima de afecto en el que el niño/a se sienta querido, seguro y aceptado.
3. Tratar de establecer vínculo seguro, es decir, estar presentes física y emocionalmente cuando el menor solicite nuestra ayuda. ¡No confundir vínculo seguro con sobreprotección!
4. Destacar, en primer lugar, lo que hace bien para posteriormente plantearle lo que es bueno que cambie (p.e. «tienes el escritorio muy ordenado, enhorabuena hijo. Seguro que puedes mejorar en que tus juguetes estén guardados en el armario», en lugar de, «eres un desastre, lo tienes todo tirado. Ordena de una vez tus juguetes»)
5. Subrayar sus cualidades y decir de manera adecuada qué aspectos puede mejorar, evitando las comparaciones con otros niños.
6. Reforzar los logros y ofrecer soluciones ante los errores. Si sólo realizamos críticas ante algunos comportamientos, esto puede generar incertidumbre y sentimientos de inferioridad.
7. Tener en cuenta su opinión y darle responsabilidades, de manera que les estaremos demostrando que confiamos en ellos.
 8. Respetar al niño, tratándole con educación.
9. Establecer normas y límites. El estilo educativo «democrático» (caracterizado por la muestra de afecto hacia el niño y la utilización de normas y límites) se relaciona directamente con una autoestima positiva. La falta de límites y normas está considerado como una forma de maltrato al menor.
10. Si hay que corregir una conducta inadecuada, describirla de manera objetiva y utilizando un lenguaje no valorativo.
11. Realizar las correcciones en privado, no delante de otros niños o personas adultas.
12. Tratar de no sobreproteger. No ofrecer halagos constantes de forma gratuita y, menos aún, si no son ciertos.
13. Ayudar al menor a que sea capaz de ser crítico con su conducta para que sea capaz de reconocer sus limitaciones ofreciendo, siempre, la manera de mejorar.
14. Favorecer en el niño una comunicación asertiva, es decir, aquella orientada a la defensa de sus derechos personales.
¿Y en la escuela?
1. Estudiar y analizar el caso de cada niño. Es decir, conocer la realidad de cada alumno, sus cualidades y sus limitaciones.
 2. Fomentar la aceptación por parte del profesorado y alumnado a través de una comunicación abierta.
3. Prestar especial atención a las dificultades y necesidades para ofrecer ayuda o potenciar otras áreas (cada niño tiene su ritmo y nivel de maduración)
4. Reforzar los logros.
5. No ridiculizar ni comparar con otros alumnos.
6. Fomentar el trabajo en grupo, puesto que se consigue una mayor integración en el aula.
7. Potenciar los puntos fuertes del menor y aprovecharlos para que adquiera un papel activo en la relación con otros niños trabajando o jugando en grupo.
¿Y qué es lo peor? ¿Hasta qué punto regalar ‘halagos’ es contraproducente?
Los halagos son necesarios en su justa medida. Tienen un efecto motivador. Sin embargo, un exceso de reconocimiento y de refuerzo positivo puede resultar contraproducente, sobre todo cuando son gratuitos y están bajo el paraguas de la sobreprotección. No hay nadie que haga todo bien.
Para los padres, nuestros hijos son los mejores y esperamos de ellos que estén por encima de los demás. Esto es un arma de doble filo porque, por un lado podemos estar siendo críticos y exigentes constantemente y, por otro, podemos caer en ofrecer halagos de forma continua. Cuando estamos repitiendo a nuestro hijo aquello que hace bien, le estamos enviando el mensaje de que se trata de una especie de superhéroe y que sus iguales son inferiores a él. En consecuencia, puede que el niño tenga problemas para relacionarse con sus iguales.
Por otro lado, llegará el día en que se encuentre con alguien que le diga que es humano, y que tiene virtudes y defectos como cualquier persona. Entonces en ese momento, el niño puede sentir que le hemos estado mintiendo, lo cual puede llegar a generar un alto nivel de frustración, rechazo e, incluso, creer que el mundo se relaciona a través de la mentira. El mensaje de que es perfecto impide que el menor aprenda los valores del sacrificio y el esfuerzo, y le dejamos sin capacidad para la tolerancia a la frustración.
Y, por último, tener una autoestima inflada puede impedir el adecuado desarrollo emocional.

 

Fuente: https://www.elmundo.es/vida-sana/familia-y-co/2019/09/30/5d8dd67afdddffda348b460d.html